7 de noviembre de 2009

rayuela

Salía de cursar alrededor de las 13:00 hs.
Se tomaba el subte de la línea D en su terminal (estación Catedral). ¡Por favor!¡¿Nunca viajaré sentado y tranquilo en esta línea?!
Lucas aborrecía la D. Tal vez porque recordaba en donde su amigo había muerto (9 de Julio). O donde le han robado varias veces ya (Pueyrredón). O porque en la estación Ministro Carranza se bajaría para ir a la casa de su padre, persona non grata en la vida de Lucas. O quizá porque simplemente le parece una fea línea, burguesa, y porque amaba la línea A con su corazón, tanto que la defendía diciendo que su precariedad se balanzaba con su belleza.
Lucas ya sabía lo que ocurriría.
Esperará un subte. Llegará y este no parará. En total, esperará siete minutos. Cuando finalmente pueda subir, la gente lo empujará (porque son burgueses maleducados) y entrará, forzado, al vagón. Escuchará música (preferentemente Jefferson Airplane, Janis Joplin, o Greatful Dead) y se balanceará al son de la misma, golpeando con su pie el piso.
Luego, se quedará sin batería (porque siempre olvida cargarlo) y sacará de su morral, una vieja edición del libro que marcó, marca y marcará su vida, y al que continuamente, de forma casi obsesiva, seguía leyendo.
Nada ocurriría.
Se bajará en la estación Olleros, y caminará dos cuadras para la izquierda hacia el negocio de lp's, donde trabaja cotidianamente.
Llegando al momento en que saca el libro (estación 9 de Julio, esta vez la batería del mp3 le ha durado muy poco), en el movimiento de la gente vislumbra, súbitamente, a una muchacha con un libro en su mano, con el libro, con su libro, con el libro de Lucas.
Se emocionó, pues jamás ha visto semejante belleza. Era hermosa, y su belleza se acentuaba con aquella mirada triste, caída. Lucas quería gritarle cosas. Quería decirle que no se preocupe, que estaría todo bien. Que su mirada cristalina lo entristecía también a él. Que no había derecho para que una estrella esté tan apagada.
¡¿Qué le han hecho?!¡¿Quién sería capaz de dañar a tal criatura?!. Su rostro destilaba pureza, encanto, tranquilidad, inocencia.
Pero esa mirada...
Esa mirada no podía pertenecer a ese rostro.
Lucas quería abrazarla. Protegerla de todos los peligros, de todos los males que la acechen.
Se dio cuenta de que ambos tenían cosas en común. Ninguno pertenecía a la línea D, ninguno pertenecía a ese mundo, a este mundo.
La observó y observó y observó. Ya descaradamente, sin importarle nada. Solo quería admirar su belleza, que transmitía paz.
Y de repente su mirada se levantó. Una mirada celeste, admirada, se cruzó con una gris, admiradora.
Lucas levantó su libro.
Ella sonrío melacólicamente, haciéndola ver incluso más, si es aún posible, hermosa. Lo miró a los ojos. Se maravilló. Se alegró. Y luego, volvió a entristecerse.
Y él la vio pararse. La vio irse a la puerta en la estación Agüero.
¡No!, gritó.
Ella le dirigió una mirada de disculpa, y le sacó una foto con una cámara que tenía en su morral (oh).
Él se desesperó. Comenzó a palpear sus bolsillos maniáticamente, sin saber exactamente qué era lo que buscaba. Y sacó de su bolsillo izquierdo el boleto del subte. Y ella lloraba, y él no podía hacer nada. Y quería amarla. Y quería amarlo. Sacó una lapicera del pequeño bolsillo de su morral. Anotó unos garabatos, pero era demasiado tarde ya, no pudo poner todo lo que deseaba. Como pudo, se lo arrojó por la ventana. Pero ella ya había salido, y no había visto el papel.
Lucas bajó la mirada, derrotado por el destino cruel, impertinente, maligno.
Siguió en el subte.

Pero él no vio que ella si se había dado cuenta de que él le había arrojado el papel. Así que se volvió en el andén, y lo agarró. Y lo que leyó la hizo sonreir, y la hizo llorar.
Decía sencillamente '7- L', pero la emocionó más que lo hubiese hecho cualquier otra nota romántica. ¡Ah!, el capítulo siete. Ella sabía muy bien cuál era el capítulo siete. Aquel que leía todas las noches. Que deseaba indentificar. EL capítulo. Su capítulo. Su libro. Su amor.
Y se divirtió imaginando el nombre de aquel al que amaría. Luciano, Leonel, Leonardo, Lucas, Ludovico, Lucas, Leandro, Lucas. Sí. Definitivamente era Lucas. Lo sentía.

Y él llegó a Olleros, devastado por no poder terminar la nota. Por no poner un teléfono, una dirección. Por saber que jamás la volvería a ver.
Porque, una vez más, nada ocurriría.