ella, medio desnuda o medio vestida, comiéndose el dolor que una vez la quemó y le desgarró las venas. tenía que dejarlo ir, lo sabía, pero ¿cómo hacerlo? ¿cómo eliminar lo que es parte de uno? ¿cómo dejarse ir a sí mismo?
ella sigue ahí, en el piso, atragantándose con su dolor, saboreandolo, disfrutándolo. ríe frenéticamente. se para, comienza a bailar alocadamente, arrojándose de acá para allá. de sus ojos se ve salir un líquido espeso. también de sus manos. también de sus piernas. también de su boca. deja de bailar. se para frente al espejo, mirando esa triste imagen que el mismo le devuelve. se pone a llorar. o mejor dicho lo intenta, porque no puede. y ese líquido es el dolor que había deleitado, escapando de su cuerpo. pero ella no quería, ella necesitaba aquel dolor dentro de sí, tanto más como puede necesitar el oxígeno. lo necesitaba como recuerdo, como memoria para no volver a cometer el mismo error de nuevo. pero no, su dolor se escurría de sus manos, danzando de una forma que haría volver locas de envidia a las mejores bailarinas orientales.
comienza a correr por la habitación, persiguiendo al idiota dolor que se alejaba de ella, llamándolo, clamándolo, rogándole. sin embargo, no consigue rescatarlo. se deja caer al piso, abraza sus piernas y empieza a cantar. su voz es más hermosa que cualquier noche en parís. su voz es seda. su voz es paz. y las notas musicales salen de su boca, envolviéndola en una especie de sábana que la asfixia, para poder así, finalmente, librarla de su locura. qué distinto hubiese sido si tan solo esa persona hubiera estado ahí para salvarla de sí misma.